Nunca había podido contemplar directamente, la
figura de un Cristo que, casi sin pedir permiso, pudiera llegar con tanto
ímpetu hasta lo más hondo de mi ser. El Cristo del Amparo era nuevo, pero me
daba la impresión de que siempre había sido el compañero de mi vida, que yo
necesito tener a mi lado en todo momento.
Cuando el año
pasado me encontré con él por primera vez, no estuve seguro, de inmediato de si
era yo quien le veía o si era Él quien me miraba. En un primer momento, no tuve
tiempo de reconocer si aquello que me impresionaba tanto era el arte con que
había sido revestida su imagen o, más bien, se trataba del Espíritu de Jesús
que se había apoderado exhaustivamente de la madera, así tallada
intencionadamente. A mi alrededor, se oían espontáneas alabanzas, pronunciadas
por personas sorprendidas a causa del raro imán atrayente que se desprendía de
la totalidad viva de un Cristo inédito, pues no era como los otros.
Puedo asegurar
que yo no fui capaz de sacar de mi mismo comentario alguno. Un nudo no
corredizo atenazó mi garganta, pues la emoción de aquella visión inesperada,
por lo que tenía de mensaje inmediato e irreversible, me había dejado mudo. Yo,
necesitado de ese encuentro suavemente arrollador, anhelaba salir, lo más pronto
posible, de mi letargo petrificante y de mi rutina humana y espiritual en que
me encontraba, huérfano de frutos de vida en el fondo de mi mochila.
No puedo
asegurar que la culpa de ese estado de emergencia, en que me hallé súbitamente,
se debiera al fascinante rostro entero del nuevo Cristo del Amparo. Tal vez
eran aquellos ojos abiertos a la luz o, acaso sus labios a punto de pronunciar
la palabra que siempre había deseado oír. Las manos que apuntaban hacia algo
concreto ¿podían ser la causa? Posiblemente pudiera encontrarse también en el
dinamismo de su vestido ondulado, movido por el fresco aire de una primavera
manchada de esperanza.
En un
santiamén quise sacar una conclusión que pudiera ser la verdadera. No eran la
cara ni los ojos, ni los labios, ni las manos, ni el vestido los que desde su
rica particularidad habían herido mi sensibilidad, hecha ya sangre. No, el
verdadero culpable era Él, todo Él, su persona al completo sin perder detalle.
Él, en persona, era todo un vibrante mensaje vocacional de renovación, de ánimo
y de necesidad de iniciar una nueva aventura conjunta con todos los que
quisiéramos caminar con Él hacia delante, invitando a nuestra sociedad decaída
a repetir con gozo pascual: “sí, está aquí, otra vez está aquí, con nosotros”. Es
el Cristo del Amparo.
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